Jose es un ganadero del pueblo. Conduce una furgoneta Toyota, heredada de su abuelo, pintada de color azul. Con la caja justa para cargar la comida de los animales y sacos de cemento. Siempre está trabajando en algo. «De laureles no se come», nos dice a los que fuimos a estudiar. Nos lo puede restregar bien porque a él todo le sale mejor. «A eso le pongo yo una filita bloques y ya tiene abrigo». Y así va resolviendo las cosas del día a día.
Su padre, como el de Mochuelo, quería que fuera a estudiar a la ciudad. Pero Jose no quería irse del pueblo. Hacía tiempo que tenía la sensación de perder el tiempo en la escuela. Ansiaba el oficio. Como su abuelo Andrés, tenía mano para los animales y el campo. Y eso quería en la vida: tener su propio ganado y vivir de lo que la tierra da. ¿Progresar? Es ir hacia adelante, mejor cada vez. Tanto da pueblo que ciudad. Uno progresa donde se sepa manejar, pensaba Jose.
Una vez, Jose marchó a la capital a visitar a una tía enferma. Tuvo que pasar allí varios días. Los suficientes para saber que no era su sitio. Recordaba las historias de su tío indiano. Contaba que al regresar al pueblo, mirara donde mirara, lo que sentía era una caricia en el rostro. La caricia maternal del pueblo donde uno nace. Del pueblo de donde uno es. Las montañas áridas que interrumpen cualquier intento de llanura. El mar de lava que se convierte en malpaís. La mar de risco que retumba en las rocas con la fuerza de un océano entero que te viene a ver con lluvia fina de salitre.
Está casado con Carmen. Ella la ganadería la lleva regular. Pensaba que sería algo temporal lo de criar cabritos y conejos. Pero vive serena. Ayuda en la hacienda familiar. Carmen es una mujer poderosa. De estas que pueden con todo y apenas se les nota el cansancio. Siempre en posición de faena. Siempre plácida y sonriente. Siempre con ganas de hornear.
Tienen dos niños. Una niña de 3 y un niño de 7. Un día, Jose llevó una cría de conejo dentro de casa para que los niños jugaran con él. La niña enseguida lo cogió y se puso loquita con el animalito. Tanto lo abrazaba que la madre temió por la vida del animal.
_ Jose, mira a ver si con la gracia la niña va a acabar asfixiando al conejo.
_ Pero cómo va a asfixiar un conejo una niña de 3 años, mujer. Tú te crees que el conejo es tonto y se va a quedar quieto.
_Voy a salir. Llévate el conejo para el corral.
Cuando Carmen llegó a casa se fue donde la niña.
_¡Jose! ¡Por Dios, el conejo está tieso!
La niña con el conejo en la mano cogido por las orejas: «Conejito se durmió, papi».
_ Pues sí que lo asfixió. Fuerte niña esta para un animal muerto.
Y es que la pequeña ya había dado muestras de lo poco que le impresiona un animal muerto cuando se puso a pinchar encima de una oveja muerta hinchada de aire con un compresor para facilitar el despellejo. «¡Olchoneta, olchoneta!». Menudo disgusto se llevó Carmen ese día.
Carmen trabajaba antes en un hotel. Ahora lleva con un ERTE desde abril. Dicen que en octubre abren los hoteles pero no tiene pinta de que eso llegue a puerto. Las cosas están mal.
Jose va los sábados por la mañana al bar del pueblo a tomarse el cortadito. Allí conversa con la gente. El ganado de Paco. Las parras de Ramón.
_ Bueno, yo creo que este año las bodegas no compran la uva.
_ Está la cosa jodida.
_ ¡El puto virus!
_ El puto virus.
_ ¡Y el puto gobierno!
_ Y el puto gobierno.
De fondo se oye la tele del bar. Están hablando de Trump. Las voces tertulianas españolas haciendo lo suyo: alarmar.
_ Me encanta ese tío. Se mea en todos los sabiondos estos_ dijo Jose.
_ Ya te digo. Viva la madre que lo parió.
La vida en el pueblo transcurre lenta pero soporta los golpes de la vida con la misma virulencia que la ajetreada ciudad. Todos somos iguales ante la desgracia. A veces va cabizbajo ensimismado en sus cuentas. Padre y madre de familia. Familia. Pueblo. Caricia.
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